La vieja Celeste
A la
vieja Celeste la conocí a sus 90 años. La recuerdo como si aún
estuviera a mi lado. La recuerdo con tanto amor. Yo solía ir de
vacaciones con mi familia a la costa en el verano. Paraba en la casa
de mi abuelo, y mis días consistían en ir a la playa con mis primos
y hermanas, y patinar por el barrio por la tardecita.
Conocerla
resolvió varios enigmas en mi vida, aunque creó unos cuantos más.
El primero resuelto fue el de saber quién vivía en la supuesta
“Casa embrujada” a la que junto con el piberío tirábamos
piedras y salíamos corriendo. La conocí una tarde de enero, en la
que no fui a la playa porque estaba menstruante y dolorida. Salí a
caminar por el barrio en plena siesta y descubrí que la puerta del
jardín de la casa embrujada estaba abierta. Un gato negro estaba
sentado en la puerta muy fresquito a la sombra de unas hortensias.
Pasé
una vez, miré rápido y seguí de largo. Mi corazón galopaba fuerte
y mis piernas se habían vuelto el triple de veloces. Llegué a la
esquina y me descubrí tan cobarde. Tenía que volver. Otra vez el
fuego en el estómago, porque siempre fui bastante torpe para las
travesuras. Di media vuelta y encaré. Casi llegando a esa puerta
sentí un grito desde adentro.
–
Vos y tus amigos me deben unos cuantos vidrios–
sentenció una voz tan rota como los vidrios de los que no pensaba
hacerme cargo.
–
Hola– dije fuertemente
disimulando el temblor.
–
Ah, la niña de gorrito rosa y remera lila. Te recuerdo. ¿Qué, tu
familia no concibe que uses otros colores que no sean de princesa?–
dijo la anciana burlona sentada en una reposera.
–
No tengo ese conflicto, me llamo Celeste desde hace 14 años, menos
dos semanas– contesté
convencida ante la sorpresa en sus ojos marrones y almendrados.
–
Yo también me llamo Celeste, ja, ja ¿Cómo es eso de las dos
semanas?– preguntó.
–
Sí, durante 2 semanas me llamé María José, pero después
decidieron anotarme con este nombre. Creo que me gusta más–
respondí.
–
Uf, y entiendo por qué–
suspiró.
–
Me gusta su gatito porque tiene 3 bigotes blancos solo del lado
izquierdo. Me recuerda a Charly García, pero al revés.–
dije señalando justo en el hocico al pequeño animal que me
entrecerraba los ojos. –Te
debe hacer compañía cuando te sentís sola, ¿no?–
dije mientras me pareció
que el gato me sonreía, como si supiera que estaba hablando de él.
–
¿Belcha? Ja, ja. Belcha es gatita. Ella sabe que hablamos de ella, y
sabe como yo que siempre estamos solas. Siempre. Todo lo demás es
ilusión. No podremos acompañarnos una a la otra cuando venga la
muerte. La enfrentaremos en total soledad, cada una, cuando nos
toque. La esperamos a veces por la tarde en el jardín. Pero aún no
ha querido venir– dijo
acariciando a Belcha entre las orejas con las manos más arrugadas y
temblorosas que había visto en mi vida.
–
¿Te puedo tratar de vos?–
pregunté.
–
Ja, ja. Ya lo hiciste. Claro, querida–
me respondió mientras se levantaba acomodándose el vestido y
cerraba la puerta.
Nos
descubrimos amigas, y no conozco hasta hoy alegría más grande que
la de este corazón de amistad sin fronteras.
La
vieja Celeste era una mujer muy alta en su juventud. Tenía
ascendencia rusa, o algo así. Tenía un humor agudo, y una risa
fuerte. Solía salir a caminar bajo la lluvia. Se ponía sus botas,
tomaba su piloto y su paraguas favorito, y salía. Ahora, con sus
años, salía cada vez menos. La gente comentaba siempre sobre ella
por muchos motivos, pero en especial por aquellos gustos. Decían que
odiaba a los hombres. Que de joven los trataba como perros. Le
pregunté a mi mamá sobre ella y se sonrió. –Es
una buena mujer– me
dijo –la
gente dice muchas cosas, no hagas caso–.
Lo cierto es que a pesar de que a los ojos de ese pueblo
maldito ella era una mujer solterona (aunque era viuda), solitaria y de carácter
podrido, pasaba todos sus días visitando una por una las casas de su
barrio. Iba al mercadito o a la farmacia caminando muy lento, en
busca de lo que quienes no podían caminar necesitaran. Regalaba
caramelos Sugus a los críos de por ahí, y algunos números de la
suerte para los que entraban a jugar a la quiniela.
Varias
veces pasé en bicicleta junto con mis hermanas por delante de
aquella casa encantada, sí, y encantada yo también. Pero la puerta
estaba cerrada, y no sé cómo yo sabía que no era el momento
adecuado para una visita. Escuchaba un piano a lo lejos, y me
imaginaba a Belcha disfrutando del concierto especial.
Luego
de unos cuantos intentos por fin volví a encontrar esa puerta
abierta, con Belcha sentadita a la sombra y oliendo todo lo que el
viento le quisiera contar esa tarde. La vieja Celeste me recibió
como a una antigua amiga, sin mucho protocolo. Tomamos jugo de
naranja con hielo y galletitas. Me mostró su casa. Una casa mágica:
con un piano fabuloso, una biblioteca enorme, y un mostrador lleno de
pinturas y pinceles, y trapos, y mil cosas. En la paredes colgaban
algunos cuadros hermosos de barcos, y algunos mapas viejos de lugares
que yo no conocía. Había olor a jazmín por todos lados, igual que
en mi casa, y eso me hacía sentir cada vez más feliz.
Nuestros
encuentros fueron pocos, pero inolvidables. Mi mamá me acompañaba,
ellas charlaban un rato de las novedades del barrio y alguna
dolencia, y me dejaba con ella. Allí aprendí tantas cosas,
charlamos tanto. De las artes, del amor, del mundo. Me recordaba
tanto a mi abuela, a la que extrañaba con locura, pero en una
versión más punk, creo.
Siempre
sus ideas tenían un giro inesperado, como películas de suspenso en
las que no sabés si realmente estás entendiendo lo que ocurre hasta
el final. Terminaron mis vacaciones, y como si el destino existiera,
la parca se las llevó a ella y a Belcha el mismo día, semanas después
de mi partida. La lloré, sí, mucho. Pero la recuerdo hasta hoy,
recuerdo nuestra última charla memorable, y eso es todo lo que
podremos pedir a la vida.
–
Piensan los muy ridículos que las mujeres que tienen sexo no se
respetan, cuando en realidad no se respetan aquellas que van en
contra de su cuerpo, en contra de lo que sienten. Solo se respetan
aquellas mujeres que respetan sus deseos ¿Ya tuviste sexo vos?
–
¿¿Eh?? No, no. Pero hace poco le di un beso a alguien por primera
vez– respondí como
pude.
–
¿Y qué tal?
–
Bueno, era un chico más grande. Era alto y lindo, pero la verdad
bastante tonto.
–
Correcto. No tiene nada de especial. Lo mismo te ocurrirá con el
sexo. No busques a alguien especial. Ni siquiera le permitas saber
que aún no tuviste sexo con nadie, porque su cerebro primitivo le
hará sentirse especial, cuando es en realidad un imbécil más.
¿Sabés lo que va a ser especial? El día que te explores por
primera vez ¿Ya te masturbaste?
–
¡No! Eh. No, es que… me da un poco de asco, la verdad–
respondí con la mayor vergüenza del mundo y con ganas de
desaparecer.
–
Ja, ja. Perdón, querida, no era para incomodarte.
A veces, me olvido de tu
edad ¿De qué asco me hablás? Sentí lo que te digo, y no te
jorobo más, empezá ya mismo, cuanto antes.
–
Bueno, lo voy a pensar. No sé cómo.
–
Como quieras. Empezá sola y a tu manera al principio. No te
condiciones, sé creativa. Es todo. Ya tendrás tiempo para saber
cómo lo hacen las demás personas.
–
Bueno. A mí no me importa mucho, pero dicen que es pecado.
–
Por favor, no me hagas reír querida ja, ja, que me duele la costilla
ja, ja. Puras trampas de los hombres, criatura, para seguir
esclavizándote. Sos inteligente, ya vas a ver la cantidad de trampas
de todo tipo y color que vas a descubrir.
–
Mi papá dice que lo más importante para una mujer es su
independencia económica.
–
¿En serio te dijo eso? Me sorprende. No sabía que los padres
pudieran dar tan buenos consejos ¿Me vas a hacer creer que aún hay
esperanza? Ja, ja.
–
¿Te puedo preguntar algo? ¿vos odiás a los hombres?
–
Ja, ja. No, querida. No los odio. ¿Por qué me lo preguntás?
–
No, un poco porque lo escuché por ahí. Ya sé que está mal. Mi
mamá me dijo que no me tiene que importar lo que digan. Pero un poco
también porque nunca hablás de tu marido, o si lo querías, qué sé
yo…
–
Si los hubiera odiado mi vida habría sido mucho más sencilla,
claramente. No. Mi marido fue un buen hombre, un hombre simple y
sereno. Amaba pintar, y mirar por esa ventana. Tenía el don de la
escucha, y eso siempre lo hizo completamente revolucionario. Sus
cuadros hablaban, gritaban, lloraban, amaban, bromeaban. Quienes lo
conocieron saben que su sola sonrisa iluminaba todo alrededor. Aún
la recuerdo– hizo una
pausa, miró hacia la ventana, y volvió a hablar. –El
silencio a su lado estaba siempre lleno. Yo amaba eso. Amaba que no
considerara a las mujeres musas de ningún tipo, que quisiera algo
diferente. El único cuadro que me regaló es ése que ves allá. Me
dijo que ese día supo que yo era el amor de su vida.
–
¿Este cuadro?– dije
acercándome al pequeño cuadro en la pared.
–
Ja, ja, sí. Eso pasó hace años. Yo estaba cansada de que vinieran
a mi casa en el horario de la siesta a molestar los evangélicos con
la palabra de dios y sus cosas. Así que un día recibí a uno de
ellos con un baldazo de agua fría. Él vio esa escena porque justo
pasaba caminando por la vereda de en frente, y al volver a su casa la
plasmó en ese pedazo de tela. Aún en su simpleza, sin embargo, él
me consideraba suya, y nunca cambió de parecer. En fin…
–
Ja, ja, a mí me parece muy chistosa. Pintaba muy bien tu marido
¿Cómo se llamaba?
–
Tomás, se llamaba. Sí, pintaba
muy bien. Lo que pasa con los hombres es que en sus cabezas
siempre se trata de relaciones asimétricas. Como no se conocen a sí
mismos, no se cuestionan su propia estupidez. No saben amar. Creen
que aman, pero solo poseen. Les da terror encontrarse de frente con
un otro y saberse desnudo e igual. Eso no lo pueden soportar, antes
muertos. Siempre deben sentirse superiores, aunque sea un poquito.
Siempre tienen que sentirse en ventaja, aunque sea un poquito. No
saben hacer las cosas de manera desinteresada. Siempre lo harán
buscando algo. Y si te ayudan alguna vez, años más tarde vendrán
por su reconocimiento. No esperarán a vos se los des, lo
exigirán abiertamente, para que lo vean el resto de los imbéciles.
Yo siempre pinté mejor que Tomás. Lo supimos siempre los
dos, y sin embargo, el muy imbécil siempre quiso hacerme creer a mí
y a los demás que él me había enseñado a pintar. Pf, ridículo.
Pero, bueno, como el amor no es algo que yo pueda elegir, sí, los
amo y los he amado, aunque a veces casi con compasión, de muy mala
gana. Porque es muy agotador amar a alguien que ni siquiera se anima
a cuestionar su propia estupidez.
–
¿Y con las mujeres qué te pasa?
–
A veces me hacen enojar, porque siguen eligiendo ser esclavas de sus
maridos, de sus hijos, de sus hijas, de sus nietos, de sus nietas, de
sus mascotas, y de cualquier cosa que se les ponga en frente, y no lo
puedo comprender. Todo, antes que ellas mismas. Las escucho,
igualmente. Necesitan hablar con alguien todo lo que les pasa y les
pasó. Amo a las mujeres, claro, aunque la mayoría no me entienda.
Piensan que soy diabólica, o qué sé yo qué, ja, ja. Algunas
trataron siempre de establecer superioridad, claro. Cuando no tenía
marido, hablaban siempre del mismo tema. Cuando no tuve hijos
hablaban siempre de que era lo único que llenaba sus vidas. Unas
estúpidas.
–
¿Vos no querías tener hijos?
–
Bueno, eso es un tema más delicado, querida. No tuvimos hijos porque
no pudimos. Tomás era estéril, y decidimos que así también
estábamos bien. Pero, el barrio, siempre cuestionando y preguntando.
No soportan que hagas las cosas a tu manera. De todo tienen que
saber, de todo tienen que opinar. Me hubiera gustado, sí, ser madre.
Pero a mi edad, ya no me importa, la vida es más que eso. Fijate,
estás vos acá escuchándome, tan atenta. Una mujer pequeña, muy
joven, comparte su tiempo valioso conmigo, llenando de luz esta
habitación llena de moho en la pared.
–
Pero no digas así. A mí me encanta charlar con vos.
–
Y a mí también. Quién iba a contarme mejor las cosas tan locas que
vive el mundo de hoy. Das luz, mi querida. Cada mujer que se ama, da
luz. Elegí como guía siempre mujeres que luchen por su amor propio.
Que no hablen de otras con desdén, y que solo hablen de sí para
advertirte que no cometas los mismos errores. Es probable que te
enseñen más de lo que les pedís, y es muy probable que nunca te
arrepientas– hizo un
silencio, y luego continuó–
Ahora necesito descansar, querida.
–
Bueno, me voy así te dejo dormir.
–
Esperá, prometeme algo.
–
¿Prometer? ¿qué cosa?
–
Que nunca vas a pedir un consejo a un hombre.
–
¿Nunca? ¿ni a mi papá?–
no quería contradecirla, apenas procesaba todo lo que había estado
escuchando.
–
Nunca. O bueno, a tu papá, sí, por un tiempo. Pero siempre y cuando
recuerdes que los hombres siempre vendrán más temprano que tarde
por su reconocimiento. Prometeme, querida.
–
Bueno. Te lo prometo. Me voy. Chau Belcha–
me fui acariciando la cola cortita de aquella gata.
Salí
de aquella casa para siempre. La calle nunca volvió a ser la misma
calle. Los hombres nunca volvieron a ser los mismos hombres. Sentía
desazón, ya empezaba a sentir la soledad, la misma que siento hoy,
pero me sentía capaz de pintar mi propia calle, igual a la vieja
Celeste con sus pinceles y colores. La calle que más me gustara. Una
nena salticaba. La oí silbando, escuché una melodía muy compleja.
Pasos por detrás venía un hombre silbando aquella misma melodía
compleja. Manos en los bolsillos, musicalizando aquel cuadro de
verano. Recordé su voz, “¿creer que aún hay esperanza?”.
28-12-2018
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