Una de amor prohibido
Foto: María Rodríguez Creimer |
Ya
quisiera escribir yo una historia de un amor tan profundo que pudiera
sonrojar al propio océano Pacífico. Una de un amor épico, de esos
que a pesar de todas las desventuras de legiones y legiones, siempre
termina bien. O quizás una de triángulos o diamantes amorosos, para
quienes aman las piruetas del destino y las siguen día a día a las
4 de la tarde. Pero no. Será más bien una historia común, una de
tantas otras historias “desagradables”.
Ya
me gustaría a mí contarles historias de parejas que abandonan la
monogamia, y lejos de blanquear los cuernos, blanquean que aman, y
aman a más de una persona a la vez, evitando policonsumir cuerpos. O
la historia de una niña que descubre que puede amar a más de un
género a la vez. O historias de amorlibrenses y su lucha por dejar
de verse y ver a las personas como mera propiedad privada, y a sus
relaciones como susceptibles a la administración por parte de
cualquier institución poderosa de turno. Pero no. Será más bien
una historia de pocos personajes, casi casi ninguno.
Tanto
me gustaría una historia con desenlace, de esas que cierran muy bien
por todos los costados, y exponen limadas muy muy bien todas sus
aristas. Pero no. Apenas si se podrá esbozar alguna cadena de ideas
inconexas. Y no mucho más.
Hace
unos meses tuve la tristísima suerte de cruzarme con algunas ideas
que me dejaron perpleja. Nunca nadie había podido contarte con tanta
claridad el amor para los hombres. Y cuando digo hombres no me
refiero a la humanidad. Yo no suelo ser prejuiciosa; si es posible
pensar algo desde algún punto de vista, no dudo en ponerme esos
anteojos y ver qué pasa. Según la escuela de este gurú del amor,
las personas tienen un valor romántico, y un valor sexual. El valor
romántico es “cuán en demanda para tener relaciones estables se
encuentra un individuo en el mercado del amor”, mientras que el
valor sexual es “cuán en demanda para tener relaciones sexuales se
encuentra un individuo en el mercado del amor”. La teoría sigue, y
muy a pesar de mis lágrimas de sangre derramadas ante tal
descripción del amor mercantil, continué un poco más hasta la raíz
y llegué a las ideas de la salud extrema, y la psicología del éxito
para subir cualquiera de aquellos valores que estuviera en el
horno. En suma, ponete buena/bueno (no habla de más posibilidades),
y juntá billetitos, mi amor, que depende solo de vos. Y, ah, no te
olvides de tus pasiones, que a nadie le gusta la gente insulsa.
El
detallecito central en todo esto es que al parecer, las mujeres
podemos tolerar mucho más a hombres no bellos (por razones que se
remontan al paleolítico, sí, eso dice), pero como los hombres son
más visuales (me cansa esta frase estúpida porque claramente son
educados para ser) no pueden tolerar estar con una mujer fea. Si
están con una mujer fea es porque se han resignado, porque forman
parte de las avergonzantes filas de “los hombres sin opciones”.
Creo que funciona este marco, ¿eh? Los he visto. Por ejemplo, me
viene a mi memoria lo sorprendida que yo quedé cuando el novio de
una amiga empezó a bajar peso y mostrarse más banana con las
mujeres, a tontear descaradamente con ellas, diría yo, e incluso a
decir frases gordofóbicas, siendo su novia más bien rellenita.
Igual que él, aclaro. Dale tiempo al progre, solito se hunde igual a
su “enemigo”.
Esto
a mí me hace inmediatamente pensar en los hombres ciegos. Me
pregunto, ¿qué pasa con ellos? Algo debe suceder sin lugar a dudas
porque estamos en una sociedad machista. Imaginé al principio que
podían ejercer su poder dando, por ejemplo, más peso a lo que dice
un hombre que a lo que dice una mujer. Pero no. O no parece ser algo
tan llamativo. Lo que sí fue digno de al menos un artículo que
encontré por allí, fue el menosprecio y maltrato que ejercen los
hombres ciegos sobre las mujeres ciegas. Los hombres ciegos dicen que
no les gustan las mujeres ciegas porque son muy putas. ¿Habían
leído alguna vez algo más ridículo? Yo lo dudo. Allí están,
ejerciendo poder sobre quienes parecen ser las únicas por “debajo”
de ellos. No me vengan con que son visuales. Respondámosle al Indio
ahora, ¿qué hace que abandone a su mujer por fea un ciego? Sabemos
la respuesta.
La
historia de este amor prohibido, es la historia de un cuerpo. Del
mío, y de un amor que desde siempre estuvo allí. Pues es aquí
donde se libra una feroz batalla y aunque no es de eso de lo que
quiero hablar, estará en el paisaje, inevitable. Las historias de
cuerpos aparecen como historias desagradables, lo sé, a menos que se
busque generar un producto erótico, cosa que no es mi intención en
este momento. Sospecho que las historias de cuerpos provocan un
rechazo en quienes no tienen la mínima intención de experimentar
empatía, pero es simplemente una opinión tajante e inútil que no
quería dejar de decir. No creo que la empatía que necesitamos en el
mundo se genere si no empezamos a dejar de imaginarnos por fuera de
nuestros cuerpos.
¿Y
por qué no cuerpa? ¿Y empezamos con la primera gran batalla? Bueno,
pues porque como dije, ésta no es una historia que cierre, es una
historia a la que le importa la historia en sí. Ajá, el curso de
los aconteceres. La primer gran batalla todavía tiene legiones de un
lado y del otro, y este cuerpecito se ha tenido que acostumbrar. Las
palabras de esta lengua me ofrecen solo ideas de separación: de un
cuerpo separado de su ambiente. Yo y la naturaleza. Estas mismas
últimas palabras dejan al desnudo que hay un límite, que me
inventan separada, me diferencian, y diría que hasta me aíslan. Y
desde allí, desde esta soledad, se libran contiendas de palabras de
aquí y de allá, y se intentan puentes hacia algún afuera, que
quién sabe qué será, porque como siempre lo imaginé fuera, parece
que no tiene nada de mí. Lo interesante es que hay sensaciones muy
concretas que cristalizan incluso una separación de las propias
palabras y mi cuerpo. El ejemplo clásico es la visión de cámara
aérea, en la que me puedo observar desde el aire, fuera de mí, o el
que se me dio por llamar el Ojo de Sauron, al que volveré en breve.
Por si alguien se lo está cuestionando, sí, hago terapia, y
quizás haya sido el único arma eficaz en defenderme de mí misma de
estos enredos del idioma de tantos años. La conexión de las
presiones internas y externas, olores, temperaturas y partículas de
cambio de estación, sonidos de la fauna, y demases, mantienen
cuerdas a las personas. Estar en una cámara de silencio absoluto y
solo escuchar la regularidad de nuestro cuerpo puede llegar a
enloquecernos. Y es que hasta una cucarachita, así de urbana como
yo, tiene probablemente más decencia. Porque está siendo todo el
tiempo cucarachita, va fluyendo, y no tratando de disimular ni granos
ni olores durante su adolescencia.
De
alguna manera ya adelanté que se trata de un amor que por fortuna ya
estaba allí. Por diversas razones (¿prohibiciones?) parece que no
se ha podido manifestar en su esplendor. Y es que, como escuché por
ahí, es muy difícil amar aquello que no se conoce (y no me animé a
decir imposible porque sigue siendo una historia que no cierra). Y
quien conoce, crea. No sé, ¿quizás mi cuerpa? La escuela y su no
educación física, no ayudaron en lo más mínimo, diría incluso
que agravaron la desconexión, el descontento (sí, allí está desde
muy temprano a través de mis contactos con la sociedad, a quien
nombro poco porque molesta mucho), y una obsesión por proteger ese
territorio que será tan codiciado. Y por más esfuerzos que hiciera
mi familia, no es posible obligar a amar. Un mandato de amor, en el
caso más leve, simplemente aporta a demorar ese amor. Aún recuerdo
los gritos porque una foto de una vaca decía mi nombre. Yo lo había
escrito, y me parecía ridículamente tierno. Simplemente esa vaca
era ridículamente hermosa, y evidentemente poco comprendida.
A
veces ocurre que algunas cosas resultan aceptadas y halagadas, aunque
no hayas hecho absolutamente nada más que haber nacido para tenerlas. Ése es el
caso del color de mi ojos, que al parecer a la mirada eurocéntrica
le caen simpáticos o familiares. Sobre ellos diré que me enseñaron
siempre que algunas cosas parecen, pero no necesariamente son. Tal es
el caso de una feroz bolsa de residuo, confundida con un sospechoso
perro callejero. Una orientación al detalle, un ponerse cerquita, y
una idea general de los cuerpos y sus movimientos en la distancia. El
color me enseñó solamente cómo son algunos tratos preferenciales
en el mundo superficial. Estaría muy confundida, creo, si me creo
que es simplemente el trato que merezco, cuando reconozco que otras
personas no lo tienen. Estaría muy confundida si me identificara con
solo una parte de mi cuerpo, incluso si esa parte fuera tan
intangible como la “mente”.
Esta
historia de amor también tiene algo de detoxificación. El gusto por
el tabaco desde tan temprana edad, afortunadamente cesó después de
más de una década, y supe leerlo. Supe que era el momento de dejar.
Supe que no iba a ser posible si lo hacía estrictamente. Fue más
bien a través de una pregunta, ¿será que éste es el momento en
que lo dejo? Muy a pesar de todos los intentos de familiares y
amistades por que deje, seguí mi deseo de fumar hasta el final.
Nunca intenté dejar, y asumo todas las consecuencias. Como me
conocía, sabía que el hecho de no tener cigarrillos era lo que más
ansiosa me ponía, así que decidí guardar un atado en el bolsillo
de un saco en el ropero. Por supuesto, los primeros meses fueron
difíciles; todos los sabores que combinaban bien con el cigarro se
desnudaban y me seducían en la lengua, pero simplemente los dejé
pasar. Y los dejé pasar por casi 7 años ya. Algo curioso que
ocurrió fue que al dejar el cigarrillo empecé a sentir cómo mis
piernas volvían a moverse ansiosas como en mi adolescencia. ¡Allí
estabas, temblor! Un año después de dejar, alguien se quedó sin
cigarrillos en casa, y recordé ese atado. Lo regalé con gusto, lo
dejé ir. Me sigue gustando olerlo, sí, y también soñarlo, pero
nada tan terrible con lo que no se pueda vivir. Un producto menos que
consumir. Y aquí llegamos a la segunda detoxificación, la cual está
llena de luces y sombras. La ingesta de quién sabe cuántas
pastillas anticonceptivas diarias, sí es cierto que me dejó
tranquila mientras estaba en pareja en cuanto a no apresurar ninguna
mater/paternidad, pero no me hacían feliz, ni podía vivir del todo
mi libido en pareja. Las consecuencias sobre mi cuerpo siguen hasta
el día de hoy. Entiendo que es otro producto que ya no consumiré
más, pero a éste lo consumí no siendo tan protagonista en esa
decisión. No me pregunten por qué, pero es así como lo siento.
Comprendo también la brutal diferencia entre géneros y la enorme
responsabilidad sobre mis hombros y ovarios de gestionar nuestros
métodos de protección y anticoncepción. Afortunadamente, hay algo
de luz. Con los años, volví a sentir mi cuerpecita menstruar (sí,
esto es con a). Amar cada dolor, cada muestra que me daba a mí misma
de mi pertenencia a algo de esta tierra. A una femineidad que duele,
encoleriza, sensibiliza… Todas en algún momento necesitamos
reconectar con nuestros ciclos y con la menstruación. Puedo
sospechar que algunas personitas empiezan a sentir asco, repulsión,
desagrado, indiferencia… Comprenderé si dejan el texto aquí, pero
diré que les faltará la mejor o peor parte. Como algunas de ellas
sabrán, llevar el cuerpo de mujer, implica llevar un campo de
batalla. Para quien lo lleva, es territorio de batalla. Una tratando
de protegerlo, al mismo tiempo que conocerlo y amarlo, y el resto,
tratando de conquistarlo, como quien conquista el desierto. De
acuerdo a algunos psicomagos, a algunas mujeres se nos dio por
creernos hombres, sin ser quizá muy conscientes de las miradas
externas, pero el precio fue perder la conexión que se establece
entre la cabeza y el resto del cuerpo (resignando incluso los
orgasmos). Claro, vuelve a aparecer la luz, después de cierto ritual
de psicomagia que utiliza metáforas para curar esa desconexión
mediante la menstruación (y dale, no se termina más, ¿no?), no
solo empiezo a caminar más firme en la palabra/cuerpa mujer, porque
abre puertas, sino que como efecto colateral e inesperado, dejé de
sentirme terriblemente violentada y enojada cuando los hombres
acosaban en la calle al mismo cuerpito con la misma altura desde los
14 años. Es como si de repente algo en mí hubiera comprendido que
nada de todo eso que pasaba tenía que ver conmigo. Y dejé de pensar
qué es lo que estaba haciendo yo para generar eso ¿Digo con esto
que ya no me molesta? No, por supuesto que no. Es un delito, ¡joder!
El
capítulo de esta historia más extremo es también el que más se
extiende en el tiempo y es el que más maravilla me genera. Desde muy
temprano, algo que realmente desconozco disparó en mi cerebro un
mecanismo de defensa, que derivó en obsesión. No, no me obsesiona
limpiar cosas ni nada por el estilo. Es de otro tipo. La cuestión es
que la relación con el deseo es conflictiva. Y si bien durante
muchísimos años encontró un bypass, me fue llevando lentamente a
la depresión. Obviamente, yo no tenía idea de lo que estaba
ocurriendo. Ni siquiera sabía que eso que me pasaba tenía nombre.
El proceso que venía siendo gradual se precipitó de repente, cuando
la ruptura de una relación de muchos años de noviazgo se sumó a
una crisis vocacional devenida por el rechazo a una solicitud de beca
de estudios. No hubo más bypass (por el otro). En muy poco tiempo, me encontré
sumergida en un aire que se parecía al agua, Todo iba muy lento para
mí, apenas registraba cuando me hablaban. Empecé a no poder dejar
de dormir, a no poder cuidar de mi salud, ni comer, ni higienizarme.
La sensación de extrema negatividad se adueñó por completo de mi
cuerpo. Nada, absolutamente nada tenía sentido. Para describirlo de
alguna manera, diré que mi mente estaba en completa ebullición de
ideas autodestructivas imposibles de parar. ¿Y la maravilla, para
cuándo? Bueno, justamente ahora. Algo en mí, que yo considero una
cierta inteligencia primordial, eligió un camino diferente. Al igual
que un interruptor de corriente, algo cortó con esa mentalidad que
no me llevaba a otro lugar que no fuera la muerte. La desconexión
duró unos días. Recuerdo muy poco de ese entonces, pero lo único
inolvidable es la sensación de paz y felicidad. Recuerdo también
haber comido, haber cantado, haber bailado. Pude luego con el tiempo
encontrar una descripción sobre estos estados como de limbo en algún
libro de autoayuda, en los que son llamados de iluminación. Cuentan
que muchas personas que los experimentan, recuerdan haber sido
vagabundos en las calles por años. En mi caso, simplemente hubo
felicidad en perder la sensación del tiempo, y dejar de responder
al Otro. Transcurrieron 3 días mientras para mí había pasado solo
uno. Este episodio se repitió una vez más y es allí donde conozco
a mi psicoanalista, único faro en la tormenta. Sin muchas ganas de
aburrir, diré que allí empezó mi largo camino hacia la reconexión
con el deseo, y un largo camino que empezaba a recomponer algo del
daño que mi cuerpo sufrió en ese entonces.
A
partir de aquí, y luego de algunos meses de pesadillas sanguinarias,
empezaron los grandes aciertos. La interpretación de mis sueños, mi
cuerpo olvidando cosas en casas ajenas, confundiendo conjugaciones
verbales. Todo “error” se volvía un alivio. Y las palabras con
alas por fin se animaban a volar. Allí apareció rápidamente una de
mis piedras angulares: el canto. El canto colectivo había sido una
de las riquezas más antiguas de mi vida y que más embates había
sufrido hasta ese entonces. Y ahora el canto individual se escapaba
con mayor fuerza que el resto de los deseos retenidos desde quién
sabe, quizás animado por tantas voces compañeras de años. Cantar
me ha llevado a lo largo de los años a un nivel cada vez más
sofisticado de consciencia de mi cuerpa, ésa que aún reacciona con
temor a algunos estímulos, pero que también reconoce los puntos
desde donde parecen surgir los placeres que se comparten a través
del sonido. Una consciencia que debió alejarse de las clases de
anatomía, para echar mano a las lecciones de metafísica disponibles
en algún estante de la humilde biblioteca interior de cada célula.
El canto me expresa y repregunta constantemente por lo que estoy
siendo, y por eso, me salva. ¿De qué? De mí, claro, y de una parte
no tan mía también.
Nuevamente,
y para aburrimiento del público: esta historia no termina, siempre
se abre y deriva. Y así como el canto, se renovó y desplegó,
aparecieron numerosas actividades que se reivindicaron rápidamente
desde el amor. Y sé que es desde el amor, porque hay una ternura
hacia la finitud en cada nueva etapa que transcurre, y en las de
antaño también. Algo tan simple como respirar, tomó dimensiones de
sanación, algo tan entrañable como nadar se descubrió en la
libertad feliz del movimiento que me acompaña desde la niñez, meter las manos en la tierra húmeda.
Incluso cosas muy concretas como hacer cosas con las manos
aparecieron bien centrales a la hora de hablar de los placeres: tocar
la guitarra, escribir, maniobrar instrumentos, pintar, ejecutar técnicas
artesanales. La observación de mis lunares, sus tamaños y colores,
de la aparición de pliegues, depresiones, una celulitis tan antigua como mi idea de lo bello, grietas y cicatrizaciones,
del crecimiento de canas por todo mi cuerpo y pelos donde seguramente sea necesario, me recordó que
afortunadamente pocas veces me pregunté qué hacer con el conjunto
de cositas del envejecer, porque siempre lo consideré un gran
privilegio. Conocer las telas que más me gustaba que me abracen, y cuáles colores tenían que ver conmigo en cada momento, fue parte de lo que tuve que revisar, para sorprenderme más de una vez, de hecho. Las reacciones de las que no era consciente, y me
despertaron extrema dulzura también fueron reivindicadas: como la sensación de urgencia por tomar
agua solo cuando tenía fiebre, o el recorrido del miedo por todo mi
sistema digestivo, o la resistencia a perder el control en el
insomnio, o las alertas de doblegarse de más en mis rodillas
hiperflexibles.
Y
como lo prometido es deuda, traigo al Ojo de Sauron a la mesa. Ya
casi terminamos. En un ratito traigo el café con masas finas y
estamos. Así llamo yo a una voz interior que me viene molestando
hace rato. Es aquella voz que dos por tres aparece y te dice que
deberías ejercitarte, deberías comer “sano”, que es por tu
bien, que no podés subir y bajar tantas veces de peso, que tu cuerpo
no está hermoso, que no te entra la ropa que debería entrarte, que así nadie te va a querer. Por supuesto que
esta voz, no es del todo consciente, opera en las sombras, y se
disfraza de “cuidadora”. Este discurso apareció constantemente
por mis pensamientos casi durante toda mi vida, incluso cuando llegué
a pesar 59 kilos, lo que es poco para mí realmente para una persona
de mi altura. Con respecto a esto me gustaría decir dos cosas. La
primera es que lo que es sano y lo que no, es necesario que cada
persona lo reflexione profundamente porque la idea de salud si solo
es reducida a falta de enfermedad, nos estamos perdiendo dimensiones
de análisis que podrían evidenciar algunos intereses de sectores
poderosos del mundo vinculados a la industria farmacéutica o a la
producción a gran escala de alimentos, por poner ejemplos. Lo
segundo, tiene que ver específicamente con el Ojo. Como consecuencia
de una lesión en mis rodillas que hasta el día de hoy me tiene en
rehabilitación, mi cuerpecito por mucho tiempo tuvo que aprender a
no cargar más de 3 kilos de peso en la espalda, a usar mochilas de
carrito, a conocer las subidas y bajadas para personas con discapacidad
(y reconocer los atropellos que sufren también), a no caminar más
de 10 minutos, a pensar muy bien cada vez que me quería trasladar de
un lugar a otro, a depositar la confianza en profesionales 3 veces
por semana durante años, a ver cómo irremediablemente aunque
comiera menos la balanza marcaba cada vez más. Un buen día, algo en
mí dijo basta, y decidí no seguir escuchando ese discursito nunca
más. Sabía bien que mi aspecto no se parecía a quien yo recordaba
como “yo”, y que era lo menos atractivo que alguna vez había
podido ser. Y ahí, en un día de enero, abandoné esas ideas y
empecé a sentir un alivio que jamás había experimentado. ¿Y qué
piensan que ocurrió? Bueno, mientras adivinan, les comento que
prometí que no tendría un ojo mirando y juzgando lo que comía
nunca más. Ajá, claro, mi cuerpo siguió aumentando de peso, pero
algo en mi interior había cambiado, pues ya no haría las cosas
porque debía. Ese acto de amor cuando al parecer nadie más podría
amarme fue la semilla. Pero fue una cuestión de años, y de
muchísima reflexión con acompañamiento de otras mujeres en lucha, el efectivo corrimiento desde un “vacío”
de discurso hasta llegar a un deseo concreto. El deseo poderoso de
cuidarme, y cuidar mi cuerpecita, con el alimento y la actividad que
necesite. Ni bien ocurrió, todo fue más sencillo. Encontrar la
guía, encontrar la voluntad. Y si bien muchas personas de mi entorno
reconocen hoy el cambio abrupto en mi aspecto al punto que dicen por
momentos no reconocerme, yo internamente parezco llevar otro ritmo,
porque en mí no tiene que ver con el resultado obtenido, sino con
esta búsqueda de sensación de cuidado. Puede que incluso no sea muy
consciente de lo que ocurrió aún, pero sé que será sencillamente
cuestión de tiempo. Y no, no es un caso de un antes y después
sorprendente y de espectáculo. Es sobre un caminar lento, de no
forzar las cosas, ni apurarlas, sobre un respeto que siempre quieren
quitarnos, vociferando que es solo una cuestión de “amor propio”
y es tu problema no tenerlo.
¿Y?
¿Traigo el café entonces? Miren que es tiempo del encuentro, y es
mejor si compartimos alguna cosita. Otra de la cosas que claramente,
este cuerpecito a experimentado es el encuentro con otras personas,
en diversidad de maneras. Y es interesante para mí traer esto aquí,
porque siempre me llamó la atención cómo en distintos encuentros
con personas diferentes, varios hombres en algún momento de la
charla deslizaron casi el mismo discurso. Me dijeron que piense qué
pasaría con la población humana si un solo hombre fecundaba a 100
mujeres, con la solución siguiente de que por año más o menos
habría 100 personas recién nacidas. Y luego me pidieron que piense
cuántos recién nacidos habría si solo se tratase de una mujer y
100 hombres, con la solución de 1 por año. Lo primero llamativo
para mí, es que no solo se repitieron las ideas sino también la
completa desconexión (al menos en principio) con lo que se estaba
hablando. ¿Recuerdan el gurú del amor del cual les hablé al
principio? Bueno, también menciona algo como que los hombres
funcionan como metralletas y las mujeres como francotiradores. A todo
esto, a mí me gustaría decir que mis respuestas fueron tendientes a
recordar que estamos viviendo épocas de sobrepoblación mundial, y
que no hay que olvidarse que la ciencia es una construcción humana
como cualquier otra, y que el conocimiento construido en una sociedad
patriarcal, es probable que sea patriarcal. E intenté dejar claro
que las historias de machos alfa, de infidelidad, o de objetividad,
de ciencia y otras yerbas, simplemente harían que me sorprendan
grandes deseos de retirarme de la cita. Haber tenido que charlar
estas cosas con personas que recién conocía me hizo mucho más
consciente de que las ideas de amor andan mucho más cerca de las de
reproducción de lo que sospechaba. Esto pone nuevamente a mi cuerpo en
el escenario central, ahora siendo juzgado por su capacidad
reproductiva. No es mi intención ponerme a explicar acá cómo es
que mi cuerpo fue, es y seguirá por un tiempo más siendo
cosificado. Aún recuerdo la pregunta jocosa: ¡¿te pusiste a régimen porque no te entraba la bikini?! En esta sociedad en la que parece que predomina la idea
de amor mercantilista, mi cuerpecito es una cosa, un objeto del cual
se extraen placeres. ¿Que no todos los hombres piensan así? Entonces, dejen de defenderlos con su silencio cómplice, y ahí discutimos lo que sea. Sigo. Por más que intente centrarme en mis propios
placeres y olvidar toda esta cuestión social, allí está dos por
tres sembrando desconfianza. Porque quien amabas, te chantajea para
tener sexo sin protección, porque la persona en la que confiabas
abusa de vos, porque una persona muy simpática al principio puede
luego acosarte por meses. ¿Y qué hago entonces? Mi pregunta y mi
respuesta, hoy es la misma: este cuerpecito mío, esta cuerpecita
mía. Y es carísimo, ¿eh? Porque si un día ocurriera que no tenés
ganas de tener sexo con un hombre porque algo en vos dice que no es
el momento, puede significar el quiebre de un vínculo, por ejemplo,
con ese chico que parecía tan distinto, que brillaba, y tanto te gustaba, o que te
encuentren bajo la tierra del patio del macho rechazado. ¡Háblenme
de vulnerabilidad! Seguir la voz de mi cuerpo es mostrarme
vulnerable, y no en un sentido meramente sentimental. Corriendo la
mejor de las suertes, se me cuestionará la manera de negarme (porque
al parecer hay maneras viables y otras que no) y se me acusará de
inmadurez. De la peor de las suertes, me duele demasiado hablar.
A
todo esto, me doy cuenta de que quizás alguien quiera ir al baño
así que mejor vamos redondeando. ¿Fue lo suficientemente desagradable? ¿Lo suficientemente común? Este amor prohibido, es el amor por
una misma y su cuerpecito/a. Es tal vez el esfuerzo por acciones o no acciones
destinadas a nuestro cuidado, a facilitar el crecer, desarrollarnos,
experimentar las fronteras en búsqueda de aquello que en teoría
está por fuera. Nada he dicho aquí sobre mi amor en encuentro con
el otro porque no es lo que hoy nos convoca, pero quisiera mencionar
que desde este lugar que cada día lo siento más parecido a una
polirritmia, a una celebración del encuentro con la diferencia, con
algún que otro componente mágico probablemente en el que las partes
saben y comunican en qué momentos y cómo quieren ser compartidas.
Este amor entiende el cuerpo (o cuerpa, según el caso) como pregunta
y como respuesta. Desde mi ternura, es mi respuesta, es a quien le
pregunto por dónde seguir… Y sigo por allí tranquila, ¿por qué?
porque el camino que me abre, siempre, siempre, siempre, es lo más
parecido a mí misma.
Continuaré.
Continuaré.
Anemona_anonima: me gusta la idea de que la historia de amor en principio principio es personal...no entendi la diferencia entre cuerpo y cuerpa... y falta tanto para la no cosificación...el no_materialismo... caminaremos por la misma senda a futuros inciertos pero luminosos.��
ResponderEliminar¡Hola Anémona_anónima! Es cierto que falta mucho, pero es necesario no bajar los brazos. Acá hice uso de ambas palabras para de alguna manera mostrar una transición desde ese amor prohibido hacia un amor pleno hacia mi propio cuerpo. Muchas gracias por tu hermoso comentario. ¡Saluditos!
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