La sombra y su palabra

Cual quien está a punto de sumergirse en una carrera olímpica de natación de 200 metros, Inés respiró en la madrugada. Cerró los ojos y dejó fluir otra vez ese lápiz sobre el papel. Por algún motivo, la tinta no funcionaba. Esperaba encontrarlo nuevamente, o a ella misma, y él no se hizo esperar.
Hacía poco tiempo empezaba a incursionar en esto. Ocurrió jugando. Leyó por ahí en un sitio de clarividencia on-line, que le recomendó su amiga más esotérica, que era posible sanar una pena o una mala experiencia a través de la escritura y una serie de rituales subsiguientes. Debía estar en un ambiente calmo, escribir aquello que quería curar en un papelito. Si era algo que ella quería olvidar, debía prender fuego el papel y esparcir las cenizas en el lugar más significativo de ese evento. Si era algo que le causaba mucho dolor, debía embeberlo en miel y enterrarlo bajo un árbol que floreciera. Era domingo, así que solo consiguió miel en el supermercado chino cerca de su casa.
“Es que vos no podés ser”, le dijo antes de desaparecer el último hombre que le había roto el corazón. “Vos y todo esto no pueden ser verdad. Es demasiado bueno para ser verdad”, escribió Inés en una hoja A4 blanca que luego pensaba recortar y enterrar. Ella hubiera preferido que le dijera que no le gustaba, que prefería estar con otra persona, pero ¿eso? Ya era demasiado. Todo parecía ir con normalidad pero algo salió mal. De repente, entró en un estado de sopor y al final de la hoja algunas palabras fueron escritas sin querer. “Hola. ¿Esto es raro solo para yo? ¿Ser médium?”, decían.
De más está decir que al ver esas palabras escritas sintió un escalofrío a lo largo de toda su columna vertebral. Sintió calor, en el pecho, en el cuello. “¿Qué está pasando?”, se preguntó. Se levantó de la silla, se cuasi-masajeó el cuello, y fue directo a la cocina a buscar agua. “¿Me estoy volviendo loca o me estoy metiendo en un quilombo? Yo vi esto en un película”, pensó. Tomó un trago y miró la hoja desde lejos. “Yo le escribo”, dijo, y a pesar del temor tomó nuevamente el lápiz. “¿Quién sos?”, escribió. Su mano empezó a temblar. El lápiz volvió a apoyar su punta en el papel y ante los ojos incrédulos de Inés, escribió: “Ser Hernán. Parezco Tarzán ja, ja. Soy Hernán”. Revoleó el lápiz contra la pared, abolló la hoja y la destrozó. “¡¡La recalcada concha de la mona renegrida!! ¡Andate! ¿¿Quién me manda a mí a meterme con estas mierdas?? ¡¿Quién?!”, gritó.
Lloró. Lloró por semanas. Lloró más de lo que hubiera esperado para una relación tan corta. Lloró todo lo que necesitaba. Habló por horas con su amiga, Virginia, la esotérica. No se trataba de este hombre, se trataba de muchas historias más. Virginia lo sabía, y le habló de otras vidas, de los guías y los maestros. Con el correr del tiempo, la aparición de aquellas palabras de dimensiones intrusas fue tomada con más naturalidad. Pasaron casi 3 semanas, y una noche, los ojos de Inés brillaron de nuevo. “¿Quién será Hernán?”, se preguntó. Ya había leído un poco más, ya sabía que debía tener cuidado con quien conectaba. Se volvió a sentar, y escribió “Hola, Hernán. ¿Sos un ser de luz o un ser de oscuridad?”. Nada. Pasaron 2 horas de terrible ansiedad. Y nada. Decidió prepararse un café. Cambió de papel, de silla, descruzando las piernas, prendiendo incienso. Nada. Hasta que recordó el lápiz. Estaba usando una lapicera. “¿Será eso?”, se preguntó. La respuesta no se hizo esperar.

– ¡Qué mala prensa tiene la oscuridad! Ja, ja. Seguro no se les ocurre ninguna otra palabra para definir ciertos estados, y usan la palabra oscuridad sin la más mínima reflexión. Pero además, es más de esta época, me parece. Sin las luces y las sombras, no podrías ver las cosas que te rodean, e incluso cómo interaccionan entre ellas. Lo mismo parece que ocurre en este plano, te diré, ¿eh?
– Me queda claro. Sos una sombra, bastante charlatana, por cierto… ¿Y hace cuánto que estás ahí?
– Ja, ja. ¡Una sombra! Ja, ja. No soy una sombra, pero me gusta, suena muy poético. No sé si hace mucho que estoy acá, pero creo que no, porque todavía no estoy en mi casa con vista al mar ja, ja.

Varios días conversaron Inés y Hernán. De tantos temas, de tantos mundos. Varios paquetes de hojas usó Inés durante esos días. Siempre le había gustado escribir, pero jamás pensó que su cuerpo iba a poder con ese torrente de letras por momentos espeluznante, por momentos intrigante, por momentos excitante. Solo esperaba volver a su casa de la oficina, para escribir, y no parar por horas de escribir. Con los días barajó la idea de haberse vuelto loca definitivamente. Pero ya no le importaba, sus charlas con Hernán le hacían creer que quizás alguien era capaz de entenderla por momentos, o que quizás de alguna manera por primera vez ella misma se estaba entendiendo. Y así es como llegó aquella madrugada fría casi de otoño.

– Es que no estoy tan segura de que mi pelo me haya quedado bien después del corte.
– ¿Qué decís? Si estás preciosa. En cambio, yo...
– ¿¿Cómo sabés??– escribió sorprendida.
– Ah, es que puedo verte ja, ja. Mientras estás escribiendo.
– ¡Ah! ¿Y cómo no me dijiste? Yo también quiero conocerte, ¿cómo sos?
– ¿En serio, querés conocerme?
– Claro que sí.
– Bien. Cerrá los ojos y dejá suelto el lápiz. Te voy a mostrar.

Ella respiró buscando algo de tranquilidad, pero desde los dedos de su mano derecha hasta el hombro le invadió una electricidad, un fuego. Empezó su mano a moverse frenéticamente, en todas direcciones, como nunca antes lo había experimentado. Haciendo trazos gruesos, finos, a veces, de izquierda a derecha sin parar. Apenas los músculos soportaban semejante velocidad. Su otra mano intentaba afirmarse con fuerza y mantener el papel en su lugar. Y, de repente, la quietud. Estaba agotada, respiraba a mil y su corazón bombeaba otro tanto. Abrió la boca, y dejó escapar un enorme suspiro junto con el lápiz que dejaba caer. Agarró su mano derecha dolorida y poco a poco la luz fue entrando por sus pupilas, y lo vio. Lo vio y saltó de su silla hacia atrás como un proyectil cayendo sobre su codo derecho, y tirando todo cuanto tenía a su alrededor. Lo vio y empezó a temblar. “Esto está ocurriendo; no es un juego”, pensó mientras llevaba las manos a su cara, y a su cabeza. Estaba muerta de miedo. Se sintió paranoica, sintió que alguna regla se había trasgredido esa madrugada. Sintió que habría consecuencias.
Se levantó tambaleándose, y se fue al baño. Sentía un nudo en el estómago, un miedo que le tajeaba cualquier sensación de cordura. Lavó sus manos y su cara llenas de grafito, y se miró al espejo. “No estoy soñando”, pensó y se secó con una pequeña toalla azul.
Volvió a la mesa donde yacía la imagen. Allí estaba su sombra. Con la que conversaba y bromeaba. Allí estaba, por primera vez tan cerca, y aún así, distante. Esta vez la miraba fijamente a través de unas gafas, en una pose en la que su mano cubría parte de su rostro. Esa mano. Observó esa mano con sumo detenimiento. Su boca permaneció abierta por más tiempo que el que cualquier dentista pudiera recordar. Porque por más locura que tuviera encima, no era posible que con las contadas clases de dibujo que había tomado en su vida consiguiera dibujar esa mano. Estaba alterada, aunque cada vez más convencida de que esto no era un sucio truco de su imaginación incitado por toneladas de tristeza pesadas y añejas en el corazón. Esto nuevamente le sugería que Hernán era real. Tomó su lápiz del suelo, tomó una nueva hoja, y lo esperó.

– ¿Estás bien?
– Creo que sí. Pero temo estar perdiendo la razón.
– Salí bien, ¿no? Ja, ja. No estás perdiendo la razón. Y si la estás perdiendo, ¿qué?
– Ya no lo sé. Siempre quise algo profundo, pero algo posible, y yo parece que justamente voy hacia todo lo contrario. Y esta vez, creo que me estoy pasando de la raya. Ya no sé qué es lo que pasa conmigo. No sé si reírme o llorar.
– Claramente, siempre reír ja, ja. Que quieras algo profundo no significa que debas tomártelo tan en serio. Dudo que sea posible tener hijos o hijas, dadas estas dimensiones, ja, ja, pero tengamos un cuento, tengamos una historia. Es posible, y verás que es real.
– Pero, ¿cómo?
– Simplemente lo sabrás. ¿Viste cuando te dicen que tu cuerpo lo sabe? Ja, ja. Tranquila. Caminaré hacia ti, y me presentaré.

Pasaron algunos días, ella tuvo que irse de viaje por trabajo, y, a su regreso, un miércoles muy lunes lo sintió. Sintió que debía entrar en aquella galería de arte. Simplemente lo supo. Siempre caminaba por allí los días de semana porque le quedaba de camino a sus clases de inglés. Siempre le había llamado la atención el lugar, pero ese cartel nuevo le ofrecía todo el contraste que en el fondo buscaba. “Luces y sombras”, pensó. Sonrió y estuvo segura de que a él le encantaría estar exactamente ahí. Había bastante gente dentro. En el local sonaba algo de música, de esa imperceptible, y el murmullo de gente especialista en quién sabe qué. Recorrió cada obra pausadamente. La artista que exponía no paraba de moverse de aquí a allá, tenía una sonrisa inmensa y amaba hablar con quien se le cruzase. Le comentó de qué se trataba su muestra, de algo de la sensibilidad. Inés se sintió tan a gusto. Había algo familiar en el lugar, deseó que él estuviera ahí, y no le importó cuán loco pudiera resultar. Se acercó a una mesa donde servían cócteles y otras bebidas. De repente sus ojos se fijaron en una sombra en la pared. Era la figura de un hombre que según parecía estaba a sus espaldas. Su corazón empezó a acelerarse. Temió que fuera él, y pidió algo con alcohol aunque lo único que quería fuera agua mineral. Tomó su trago y se apartó de aquel lugar. Se sentía tan confundida. Bajó la mirada y notó cómo otra vez el talco se escapaba de sus zapatos volviéndolos prácticamente blancos. Se sentó en una silla a un costado y buscó en su bolso algún pañuelito para limpiarlos.
Repentinamente una figura atravesó la sala como una flecha hacia Inés. Sus pies parecían no tocar el piso de madera escasamente lustrado. Se detuvo delante de ella, sin decir nada. Supo que no era él, aunque prefirió olvidarlo, a fin de cuentas, no debía tomárselo tan en serio. Alzó la mirada y preguntó: “¿Sos vos?”. Él sonrió. “Sí”, dijo.

– Y ustedes,  ¿de dónde se conocen?– dijo la artista, que desde siempre fue la única que pudo verlos.
– Es que ella escribe– dijo.

Tal vez no sea necesario decir que esa noche ella se soñó sonriendo y abrazando al hombre del papelito por última vez.

09-03-2019
Ilustración de Fernando Evangelista

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