Nidos


Nidos

Esta historia transcurre en un pequeño hospedaje de provincia. Atienden el lugar Carmen, la dueña, una señora de unos sesenta y monedas, y Leticia, una amiga de Carmen, unos 10 años menor. El hospedaje cuenta con muy pocas habitaciones; rara vez se llena. Los días transcurren calmos, y animados, dado que estas grandes amigas no paran de hablar y contarse chistes.
De todas las habitaciones, hay una muy especial, que no la ofrecen casi nunca, y que siempre la cobran por adelantado. Cuando no queda ninguna otra habitación disponible, y llega la última persona que pueden hospedar, Carmen y Leticia se miran de reojo, y esbozan una sonrisa de complicidad. Es que saben que esa llegada no es cuestión del azar.
No es cuestión del azar, que un día te toque dormir en la habitación del silencio. Y no se llama así porque no haya ruidos adentro, o esté tan bien separada de las demás que ni te enterás lo que está pasando afuera. La habitación, en sí, es hermosa, iluminada, con luz que llega desde una ventana que da al parque municipal. Lo peculiar es lo que hay en ella. A un costado del pequeño placard y cerca de la ventana, se encuentra un hermoso espejo de pie, de madera negra y fantásticas terminaciones en el marco. Las mujeres del hospedaje lo saben: es un espejo mágico. Ellas mismas lo han usado, y lo mantienen siempre impecable, pues le están muy agradecidas. Pero por más que se generen historias divertidas de cómo apareció en distintos lugares y posiciones, a este espejo mágico no le hace ninguna gracia su don. De todos los poderes que pueden tener los espejos mágicos, él recibió uno muy ingrato: posee el don de reflejar las carencias, todo aquello que quien se refleje en él considera que le falta para ser feliz, todas sus cosas pendientes, las identidades y orientaciones desorientadas, los amores no cicatrizados, las charlas inconclusas, las deudas, los golpes de los que no se defendieron, los viajes no realizados, cuán descuidado ha estado su cuerpo, cuán descuidados han estado sus sueños.
Sin que nadie lo sepa, allí estaba este soldado enamorado, de la gente y sus procesos, la gente y la tenacidad con que más de una vez habían decidido, a pesar de todo lo que les había ocurrido, ser mejores personas que quienes les habían violentado. Allí estaba aunque a él nadie lo veía, nunca nadie le sonreía, nadie lo conocía. Solamente quienes lo observaban de otra forma, entendían su enseñanza, y se conocían cada vez un poquito más. A pesar del poderoso don de curación que posee este espejo, la sensación general que experimentan las personas al reflejarse, es de abismo, de revelación espeluznante, pues siempre es demasiado, siempre es todo aquello que no se quiere ver. Observar desde la superficie, les invita a pensar que la única solución es la soledad, la destrucción de todos los vínculos, soltarlo todo… soltar sin saber de qué sí agarrarse, soltar cuando todavía ni siquiera se intentó sostener, romper por romper, porque en esas vidas todo parece estar mal. Y así, la gran mayoría abandona la habitación como sombra en completo silencio, casi siempre sin saludar, casi siempre sin que nadie se entere. De allí que, siempre se cobra por adelantado hospedarse en la habitación del silencio.

Un martes por la mañana, después de un fin de semana largo con muchísimo trabajo, Leticia le sugirió a Carmen que intenten ajustar los tornillos a los lados del espejo mágico, para que no se vaya para arriba, y quede bien en posición recta. Carmen la miraba no muy convencida, cuando una voz brillante irrumpió en la escena: -¡¿Un espejo mágico?!-. Ambas miraron sorprendidas hacia abajo y se encontraron con una niña de unos enormes ojos café, y sonrisa como de juguete nuevo. “Y, ¿vos, quién sos?”, dijo Leticia. “Yo soy Luli”, dijo la pequeña. “Vení, piojita, que todavía tengo que descargar los bolsos”, dijo su papá desde afuera, y Luli salió disparada como un rayo hacia a la puerta.
Luli y su papá Gustavo llevaban varios días viajando en auto, y en ese hospedaje se quedarían unos cuantos días para recuperarse. Salían bastante seguido a caminar por el pueblo y a tomar algún helado para apaciguar el sofocante calor. Descansaban en los banquitos de la plaza y Luli a veces se subía a la calesita. Todo iba muy bien por esos días, pero Luli sabía que había un espejo mágico en aquel lugar, y no paraba de pensar en ello.
Una tarde, al volver de la plaza, las escuchó a Carmen y a Leticia que tomaban mate en la cocina. Se acercó un poco más para escuchar lo que decían. Leticia se quejaba porque por más que ajustara los tornillos del espejo, no podía hacer que se quedara en posición vertical. “El espejo mágico”, pensó Luli. Cruzó el oscuro pasillo a gran velocidad y se dirigió a la única habitación en la que no había visto entrar a nadie. La puerta estaba entreabierta. Trató de espiar usando su ojito derecho. No había nadie adentro, salvo un enorme espejo. “Hola, ¿espejito?”, dijo Luli con tono de voz muy bajito. “¿Qué te pasa que estás todo torcido para arriba?”, preguntó. Nadie respondió del otro lado. Se aproximaba gente, así que Luli decidió volver a la habitación en la que estaban parando con su papá.
Al día siguiente, bien temprano por la mañana, la niña volvió a pasar por delante de aquella habitación misteriosa. De repente, se abrió la puerta. Luli casi muere del susto, y se escondió detrás de un mueble donde se guardaban las toallas. Era Carmen, que había entrado a cerrar la ventanita porque estaba entrando mucho polvillo. Esperó unos minutos escondida, y luego de que su corazón se calmara un poco, se dirigió nuevamente hacia la puerta. “Espejito, ¿estás ahí?. Voy a pasar, no me comas”, dijo Luli. Abrió la puerta y ahí lo entendió. “¡Ah! Sos como yo”, dijo. “Te gusta mirar por la ventana. ¿Qué estás viendo?”, preguntó mientras entraba a la habitación dando saltos y tratando de ver qué había del otro lado. Saltó una vez, saltó dos veces, saltó tres veces, saltó cuatro veces. Recordó la voz de su vecina Fabiana, que era flaca y larguirucha, burlándose de ella por ser más chiquitita que las demás chicas del barrio. “¡Enana, tu abuela!”, gritó Luli, y se subió a la mesa de luz. Y desde allí lo vio: un espectacular parque, lleno de árboles con frutos y flores. “Ah, es que hay un nidito, ahora lo veo”, exclamó sonriendo. Estaba en lo cierto. En la rama de un árbol muy cerca de la ventana, había un nido de horneros, que estación tras estación era ocupado por diferentes grupos de aves. Salió contenta de aquel lugar. Sabía lo que tenía que hacer.
Nuestro espejo dudó. Se preguntó si igual que el resto de seres que no se asustan, esta niña empezaría a creer que conoce muy bien a todos los espejos. Se preguntó si esta niña como tantas otras personas, empezaría a creerse que por unos pocos segundos ya había aprendido toda la magia. Se vio en su soledad silente ¿Qué había visto la niña realmente? Se preguntó si esta niña era diferente. Se preguntó si él mismo ya era diferente. Se preguntó con temor si Luli volvería.
Luli fue a su habitación, buscó un papel y sus lápices favoritos. Al rato estaba de nuevo, frente al espejo, con la sonrisa de quien sabe que se puede ser feliz, aunque se haya perdido a la persona más amada. Las faltas nos separan de la felicidad, hasta que aprendemos que el truco es que siempre estuvieron y estarán allí, igual que la felicidad. “Tomá espejito. Acá están”, dijo mientras dejaba su regalo y un beso en una esquina del marco del cansado espejo.

A partir de aquel día, muchas cosas cambiaron en ese hospedaje. El espejo de pie se quedó finalmente vertical y contento, porque alguien supo verlo. Y no fue Luli, sino él mismo. El secreto desde siempre fue mostrar justamente aquello que nos separa de la felicidad. Y eso, era una lección para el propio espejo. La habitación del silencio dejó de ser tan silenciosa, para pasar a ser una más. Quienes se hospedaban allí, salían silbando alguna cancioncita de moda, pues al buscar su reflejo en nuestro fabuloso espejo ya no veían ninguna falta, ni ningún sueño postergado, sino el mágico trazo infantil de una pequeña familia de pájaros.

21-08-19

Dibujo: Charo Canciani Pilas

Comentarios

  1. El espejo que se rebelaba a que sus tornillos fuesen ajustados... Ojalá, algún día, pueda contarselo a mi/s hijxs

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    1. Ajustar los tornillos nunca será la solución para estar de pie, sino simplemente aceptar las faltas y respetar los deseos y sueños propios... Para ello, es preciso escuchar la dulzura y juego de nuestro niñx interior, quien nos muestra con simpleza lo que deseábamos. Saludos y gracias por comentar!

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